No One Else in the World: Una historia corta
Parte I
COMO SOLÍA OCURRIR LOS SÁBADOS, aquel día se desplegaba indistinguible de cualquier otro sin las ataduras de la escuela secundaria. Troye despertó a una hora intempestiva, como movido por algún grandioso propósito por alcanzar. Era evidente que el muchacho se había levantado con ínfulas de protagonista, pues incluso las acciones más banales se proyectaban como escenas cinematográficas en su mente. La luz del sol matutino bañó su rostro moreno con su cálido ámbar, sacándole del sueño. Al ver a su alrededor, se percató de que las cortinas de seda amarilla de su alcoba habían sido sustituidas por unas de un turquesa brillante. Si bien siempre había desdeñado aquellas cortinas amarillas, jamás había tenido el coraje de expresarle a su madre lo que honestamente pensaba de ellas, pues le preocupaba demasiado herir sus sentimientos. Así que, asumiendo que ella había hecho el cambio, optó por actuar con naturalidad y no armar alboroto al respecto. Notó también que su habitación lucía bastante impoluta, quizás demasiado limpia, razonó él, para el cuarto de un muchacho de dieciséis años. «Esto es obra de mi madre», dedujo. Sin embargo, Troye fue pronto embargado por la sensación de haber tenido una revelación durante su sueño, una que, al despertar, parecía haberse esfumado de su memoria. La persistencia de este pensamiento lo incomodaba. Con ambas manos, se agarró la cabeza, dejando que sus dedos se enredaran entre sus cabellos ondulados, mientras una inquietud creciente se apoderaba de él. Él sabía, muy en el fondo, que lo que había presenciado de alguna manera transformaría el curso de su vida y su cosmovisión. Pero ahora, por más que persiguiera ese mensaje de su subconsciente, éste se alejaba cada vez más de su alcance, como una polilla que revolotea errática bajo la tenue luz de una vela, imposible de atrapar.
Es irónico, pensó Troye, cómo a veces cuánto más buscas atrapar algo, más se te escapa como agua entre los dedos. Y entonces, todo lo que queda son espacios vacíos, huecos sin llenar, una sensación angustiante de pérdida y vacío existencial. Y lo peor, te aferras a todo eso. A algo que ya no puedes agarrar. Aquello que su ser anhelaba conocer se había desvanecido sin dejar rastro, como el humo en el aire. Tal vez había sido una visión premonitoria del futuro, un enigma revelado por el universo, o quizás una persona con la que se había encontrado en sus sueños y por la cual ahora sentía nostalgia. Su mente se sentía fragmentada, como si fuera un rompecabezas del cual solo le quedaban algunas esquinas sueltas. Troye tenía únicamente destellos sin sentido de lo que había presenciado. No lograba hilar cognitivamente esa impactante experiencia onírica. Intentó hacer un esfuerzo por rescatar algún resquicio de ese sueño, aunque sea un vestigio mínimo, que le indicara el camino hacia esa verdad momentáneamente revelada. Nada. No hubo caso. Al no poder acceder conscientemente al contenido de ese sueño, la frustración de Troye iba en aumento.
Troye se quedó obnubilado.
Como en un vístete conmigo para un colapso mental, Troye se quitó los bóxer de pijama como si fueran una piel vieja y se vistió con un outfit fresco: se puso una camiseta blanca con estampado de La guerra de las galaxias, y cubrió su cuerpo inferior con un slip de R2D2 que hacía juego con su camiseta, además de un par de pantalones cortos de lona negra. A continuación, calzó sus pies con un par de calcetas celestes y unas zapatillas Chuck Taylor antaño blancas, ahora desgastadas y de un color amarillento. Agregó algunos accesorios, ¡y listo! Había conseguido el look perfecto. El muchacho se detuvo un momento, contemplando su reflejo en el espejo junto a su cama, y se preguntó por qué se sentía tan extraño. Por un momento, tuvo la sensación de no reconocer su propia figura. ¿Sería esa sensación una premonición de algo por venir, o simplemente el resultado de una mala noche de sueño? Como en un sueño, todo parecía desdibujarse en su mente, cada recuerdo se difuminaba como las olas del mar en la playa. Pero Troye no podía permitirse el lujo de quedarse ahí, enredado en sus pensamientos. No. Un fin de semana perfecto le aguardaba. Con un suspiro profundo, salió de su habitación, cerrando la puerta detrás de él con un golpe suave.
Troye bajó disparado las escaleras hacia el vestíbulo, buscando a su madre. Mientras lo hacía, le impactó la solemne quietud que invadía la casa. Un silencio sepulcral. Ni su mamá ni su querido perro Sombra se encontraban por ninguna parte. ¿Qué había sucedido? Supuso que ella se había llevado a Sombra a dar un paseo, ya que todo lo que habitaba la casa era una sensación de vacuidad, misma que inundaba su existencia. ¿Eran imaginaciones suyas o unas vibes bastante siniestras impregnaban el aire? Talvez, ese vacío era la ansiada ilusión de algo—o alguien—que sacudiera la mundana monotonía de su vida; un anhelo por un verdadero amigo que lo aceptara y comprendiera. Pero no había nada. Su lista de amigos se encontraba en negativo, y las posibilidades de encontrar uno eran, por desgracia, igual de desalentadoras.
Tras no encontrar ni a su madre ni a su mascota, ni nada que le diese ocupación, el muchacho deambuló sin rumbo fijo hasta la cocina, sintiendo un vacío que le corroía las entrañas. Quizás tan solo estaba famélico. Rebuscó en la alacena y cogió un tazón, una cuchara, y una caja de cereales y, con un suspiro, los colocó en la encimera de cuarzo blanco. Después, sacó una pinta de leche desnatada del frigorífico. ¿Un fry-up inglés? Hoy no, Satanás. Se sirvió un tazón de copos de maíz, pero al tomar un sorbo de leche, no pudo evitar sentirse decepcionado por aquel desayuno soso e insípido que constituía la peor pesadilla de toda la generación Z obsesionada con la salud y la estética. Los platos blancos y lisos de la alacena llamaron la atención de Troye, ya que carecían de cualquier decoración. Se preguntó qué tipo de familia podría poseer objetos tan impersonales como aquella loza en su hogar. Por supuesto, la respuesta era bastante obvia: una típica familia londinense tan poco inspirada como los objetos que poseían. Troye se quedó aún más perplejo al percatarse de que la pinta de leche estaba etiquetada, literalmente, como SKIMMED MILK, «leche desnatada», mientras la caja de cereales era blanca, con unas letras sólidas y negras en las que se leía CORN FLAKES, «copos de maíz». Aburrido. Aquello era el epítome de lo básico, muy lejos de las ostentosas marcas y envoltorios aprobados por los influencers que abarrotaban su TikTok.
Troye puso los ojos en blanco y, con el desayuno en la mano, se encaminó al sofá del salón, ansioso por ver la tele. Cogió el mando a distancia, encendió el televisor y empezó a cambiar los canales, uno tras otro, en busca de algo, lo que sea, que mereciera la pena ver, pero todo lo que encontró fue un frustrante mensaje en la pantalla.
NO HAY SEÑAL.
Troye intentó ver algo en Netflix, pero tampoco tuvo éxito. Para su desgracia, el internet también se había ido, como todos los demás en su vida. Sin nada que ver, probó una cucharada de cereal y le supo a cartón pegajoso, evocando recuerdos de su infancia que parecían haber estado bloqueados en su mente durante mucho tiempo. Recordó que él solía ser, lo que uno llamaría, un niño come pegamento. Decepcionado, se quedó mirando fijamente la pantalla del televisor. Y de nuevo, el sentimiento de vacío se hacía presente, eclipsando cada momento de su día. ¿Qué mensaje trataba de transmitirle el universo? ¿Estaba destinado a pasar sus días solo, sin ningún otro compañero que el cereal y la leche desnatada? ¿Era ese el punto más alto de su existencia o había algo más allá de la pantalla negra y el icono de carga, esperándolo? Troye se moría de hastío, anhelando algo nuevo o emocionante en esta era digital de redundancia fútil.
Troye desistió de encontrar algo para ver y apagó el televisor.
Mientras se dirigía a la cocina para comprobar la fecha de caducidad de la leche, Troye hizo un hallazgo que le dejó atónito: una fotografía de él con su padre, durante una excursión de campamento, se revelaba en la puerta de la nevera. Era una imagen que nunca antes había visto. «¿Qué otras cosas están cambiando en esta casa?» se preguntó Troye, en tanto que su mirada permanecía anclada en la foto, analizando meticulosamente cada detalle de la misma en busca de cualquier pista, algún error que le indicara que aquello era un montaje creado con inteligencia artificial. Su mirada escudriñó la habitación, revisando los cuadros que pendían de las paredes, descubriéndose rodeado de marcos que contenían instantáneas de episodios entre padre e hijo que no recordaba haber experimentado. Su madre, con quién había vivido desde los nueve años, se había esfumado. Sintió que se había perdido una temporada completa de la serie de su propia vida. ¿Constituía esto una de las piezas ausentes en su rompecabezas mental? ¿Sería posible que esta existencia alternativa, que no lograba rememorar, no era realmente la suya? ¿En qué momento su vida se había vuelto algo irreconocible para él? Se sentía como si la vida que recordaba no había sido más que un sueño y, ahora, esta realidad ajena se imponía como su verdadera existencia.
El teléfono de Troye vibró.
Confundido y sintiéndose extraviado en su propio hogar, Troye cogió su móvil y observó que alguien lo llamaba. Aquello le causó ansiedad y una duda existencial: ¿Por qué hay personas que se empecinan en llamar cuando pueden simplemente enviar un mensaje? Para su fortuna, el remitente, almacenado en sus contactos bajo el alias gilipollas, optó por escribirle. El mensaje rezaba de la siguiente manera:
Hay que quedar. ¿Quieres venir a mi casa? 👀
No lograba comprender por qué alguien querría su compañía. Embargado por el escepticismo, se debatía entre si el random que lo había contactado era un amigo o un completo extraño. ¿Debería arriesgarse a averiguar qué era lo que le proponía este tal gilipollas, o era preferible ignorar la invitación y desentrañar los enigmas de esta nueva realidad por sí mismo? Estremeciéndose, sopesó sus opciones y optó por contestar el mensaje de texto.
Imposible. Ven tú a la mía. Estoy solo. SOS 💀💀💀
Acto seguido, el teléfono de Troye volvió a vibrar. Recibió un nuevo mensaje de texto que decía:
Voy en camino. Llego en nada 🏃♂️💨
Troye aguardó en la sala de estar, asediado por un enjambre de preguntas que revoloteaban en su cabeza. ¿Qué sucedió con su madre y con Sombra? ¿Cómo había sido arrastrado a esta retorcida pesadilla? ¿Cuál era la salida de este laberinto? Consumido por la impaciencia y el desasosiego, comenzó a deambular en círculos, esforzándose por hallar algún orden en medio de todo aquel caos.
Mientras los minutos discurrían y ante la ausencia de respuestas, Troye se sintió agotado de tanto cavilar. Con un suspiro de resignación, se desplomó sobre el sofá, vencido tanto física como mentalmente. Al cerrar los ojos, se entregó al abrazo de un sueño profundo.
Entonces, resonó el timbre.
Sobresaltado, Troye emergió de su letargo y, frotándose los ojos, intentó aclimatarse a la repentina claridad del día. «Debe ser ese gilipollas», reflexionó, aún obnubilado por la neblina del sueño. Con pasos desiguales, se encaminó hacia la puerta principal dando trompicones, aunque no sin contratiempos. En su apuro, tropezó con el borde de la mesa de centro, provocando que un libro, en un acto suicida, perdiera el equilibrio y cayera sobre su dedo meñique del pie, aplastándolo.
—¡Ay, mi jodido dedo! —maldijo entre dientes, saltando sobre un pie mientras avanzaba hacia la puerta.
Troye asió el picaporte con manos temblorosas, girándolo con sumo cuidado mientras intentaba sacudirse los vestigios de su siesta. Se hallaba preparado para afrontar cualquier eventualidad que le aguardase al otro lado, dispuesto a añadir un percance más a su ya extensa lista de infortunios del día. Con un leve crujido, entreabrió la puerta.
—Mamá, Sombra. ¡Realmente sois vosotros! —exclamó Troye, estupefacto y convencido de que todo había sido una elaborada broma. Su madre le dedicó una sonrisa y Troye, encorvándose, acarició con ternura la cabeza de Sombra. La pesadilla había llegado a su fin.
—¿Nos echaste de menos? —pareció ladrar Sombra mientras le cubría el rostro de lametones.
Joder.
¿Había hablado su perro?
Sobresaltado, Troye emergió de su letargo y, frotándose los ojos, intentó aclimatarse a la repentina claridad del día. Esta vez, se propinó una bofetada para confirmar su vigilia. ¡Ah, la absurda realidad! El impacto de su mano contra su rostro le resultó pesado y tangible. «Debe ser ese gilipollas», *pensó, dirigiéndose a la puerta principal con determinación. Al aproximarse, esquivó con destreza la mesa de centro, rozándola ligeramente. El libro suicida se tambaleó de manera amenazante, pero Troye lo capturó a tiempo y lo lanzó hábilmente al centro de la mesa.
Con un gesto triunfal, Troye asió el picaporte y lo giró, sacudiéndose los últimos vestigios de su siesta. Se hallaba preparado para afrontar cualquier eventualidad—espera, la última vez eso no acabó bien.
Al abrir la puerta, Troye se vio cara a cara con un joven de rostro conocido que, sin embargo, no recordaba haber visto antes.
—¡Eh, colega! —exclamó el muchacho con acento londinense, plantado ahí con un semblante alegre. Era alto, con mejillas sonrojadas y pecas esparcidas por su rostro; su cabello castaño con un moderno corte en tendencia. Llevaba una sudadera blanca, pantalones oversized azules y un par de zapatillas blancas Vans Old Skool, irradiando una vibra skater con toques de e-boy. Él era la quintaesencia de lo aesthetic. Su apariencia hizo que Troye se cuestionara si acaso él era gilipollas, su gilipollas. Con apenas unos cuantos conocidos en el instituto, a quienes raramente veía fuera de las aulas, Troye distaba mucho de ser considerado un muchacho popular. No obstante, allí estaba, el joven más encantador que había visto jamás, parado frente a él con una aura de despreocupación y misterio, aguardando por una respuesta de Troye.
—¿Eh? —balbuceó Troye, trastabillando en sus palabras en tanto una oleada de vergüenza lo inundaba—. ¿Eres… eres mi gilipollas? —inquirió, sintiéndose como todo un idiota.
—¿Me estás preguntando si soy tu gilipollas? A veces eres un verdadero zopenco, Troy —replicó el joven con su pronunciado acento cockney, envolviéndolo en un abrazo—. Sabes que lo soy. Troye se quedó petrificado, como un ciervo ante los faros de un coche, incapaz de mover ni una sola parte de su cuerpo—al menos no voluntariamente. ¿Acababa de llamarlo por su nombre? Quizás sabía más de lo que aparentaba. No conseguía recordar dónde lo había visto antes, pero experimentaba una extraña sensación de familiaridad. Talvez en la escuela, en un sueño, o incluso en TikTok, exhibiendo su físico tonificado mientras hacía algún trend absurdo. Lo único claro era que se encontraba ahí, en su casa, actuando somo si fueran amigos de toda la vida—. Entonces, ¿qué cuentas? ¿Cuál era la emergencia? —prosiguió, adentrándose sin aguardar una invitación.
¿Qué estaba ocurriendo? Desde su despertar, Troye no había conseguido deshacerse de la sensación de que algo andaba mal. ¿Acaso había perdido la memoria durante el sueño? O talvez, en un abrir y cerrar de ojos, había sido abducido por seres de otro mundo que, al no hallar utilidad en él, lo habían retornado a su lecho antes del amanecer. Sea cual fuese la explicación, las posibilidades eran infinitas y nada parecía real. Mientras trataba de descifrar el enigma, un pensamiento atravesó su mente: en su vida anterior, siempre había anhelado la amistad de una persona así—popular, guapa, carismática. No obstante, ahora, al contemplar la figura intrigante y enigmática ante él, se cuestionó si esta era su realidad. Una noción absurda, pero simultáneamente coherente.